Shibuya (FanFic)
Publicado: 07 Abr 2016 01:10
por Mataformigues
Como adelanté hace algo menos de un mes, he estado escribiendo un fanfic de Resident Evil. Acabo de darlo por terminado, así que voy a ir publicándolo por aquí. En una fuente de tamaño 12 me ha ocupado 21 páginas, de modo que no es muy largo pero lleva rato leerlo, por eso me ha parecido conveniente dividirlo en cuatro entregas. La de hoy es el equivalente a 7 páginas, un tercio.
Como habrá percibido el observador atento, dada la portada del relato y mi firma, es un fic basado en las películas de Anderson. Ahora bien, para regocijo de algunos, aclaro que quien se espere una historia llena de acción desenfrenada, Alice cortando cabezas y fantasmadas varias, no va a encontrar aquí nada de eso. xD Con este relato he querido imaginar la historia de cierto personaje de las películas que me fascinó con su breve aparición, pero que por desgracia carece totalmente de un trasfondo oficial. Esta primera parte y la siguiente estarán destinadas principalmente a conocer al personaje.
Quiero aclarar también que, para describir los escenarios en que tiene lugar este relato, me he basado en información que he podido obtener de Internet acerca de Tokio, ciudad que no he tenido el placer aún de conocer en persona. Por eso, pido disculpas si las descripciones no son tan precisas como quisiera, o el contenido del relato no hace honor a la fascinante cultura y costumbres niponas, aunque he hecho lo que he podido.
Por adelantado, gracias por leer.
Sinopsis
Yumeko solía pensar que se hallaba navegando sin rumbo, sin saber en qué puerto quería atracar, o siquiera si había alguno en oferta para ella. El sinsentido y la falta de deleite en su vida en ocasiones la habían sumido en una oscuridad de la que se llegó a temer que no saldría.
Mientras el mundo comienza a sucumbir a una terrible plaga que se extiende sin fronteras, bajo las centelleantes luces de Tokio, una joven se enfrenta a los fantasmas de su mente en la que será la última y más difícil de las innumerables pruebas a las que la vida la ha sometido.
Índice
Yumeko (夢子): Del japonés yume (夢, sueño) y ko (子, niña, chica). Su significado puede interpretarse como "chica de ensueños" o "chica que sueña".
Escena 1: Shinjuku (新宿区)
Como habrá percibido el observador atento, dada la portada del relato y mi firma, es un fic basado en las películas de Anderson. Ahora bien, para regocijo de algunos, aclaro que quien se espere una historia llena de acción desenfrenada, Alice cortando cabezas y fantasmadas varias, no va a encontrar aquí nada de eso. xD Con este relato he querido imaginar la historia de cierto personaje de las películas que me fascinó con su breve aparición, pero que por desgracia carece totalmente de un trasfondo oficial. Esta primera parte y la siguiente estarán destinadas principalmente a conocer al personaje.
Quiero aclarar también que, para describir los escenarios en que tiene lugar este relato, me he basado en información que he podido obtener de Internet acerca de Tokio, ciudad que no he tenido el placer aún de conocer en persona. Por eso, pido disculpas si las descripciones no son tan precisas como quisiera, o el contenido del relato no hace honor a la fascinante cultura y costumbres niponas, aunque he hecho lo que he podido.
Por adelantado, gracias por leer.
Sinopsis
Yumeko solía pensar que se hallaba navegando sin rumbo, sin saber en qué puerto quería atracar, o siquiera si había alguno en oferta para ella. El sinsentido y la falta de deleite en su vida en ocasiones la habían sumido en una oscuridad de la que se llegó a temer que no saldría.
Mientras el mundo comienza a sucumbir a una terrible plaga que se extiende sin fronteras, bajo las centelleantes luces de Tokio, una joven se enfrenta a los fantasmas de su mente en la que será la última y más difícil de las innumerables pruebas a las que la vida la ha sometido.
Índice
Oculto:
Yumeko (夢子): Del japonés yume (夢, sueño) y ko (子, niña, chica). Su significado puede interpretarse como "chica de ensueños" o "chica que sueña".
Escena 1: Shinjuku (新宿区)
Oculto:
El distrito de Kabukichō se ubicaba en pleno barrio de Shinjuku, sede del Gobierno Metropolitano de Tokio y una de las principales áreas comerciales de la ciudad. Contrastando con el vecino Nishi-Shinjuku, distrito de los rascacielos, Kabukichō lucía un skyline notoriamente más modesto, propio del barrio rojo por el que era conocido ser. Irguiéndose como una suerte de fortaleza amurallada, dícese paraíso de la Yakuza, el vecindario que nunca duerme se encendía cada noche en un deslumbrante fulgor de carteles de neón, publicitando las tiendas, cines y restaurantes de las anchas y siempre abarrotadas avenidas que lo rodeaban, o bien los incontables pubs, hoteles y prostíbulos que poblaban sus callejones. Cercana al distrito se hallaba la Estación de Shinjuku, que con su ridícula cantidad de más de tres millones de pasajeros diarios llegó a ser por mucho el centro de transporte más transitado del mundo, si bien dicho honor era más debido a la actividad financiera y administrativa de Nishi-Shinjuku que al reclamo que pudiera suponer el célebre ambiente nocturno de Kabukichō.
Realmente no hacía frío aquella noche. Apenas pasaban de las nueve cuando se adentró en la barriada, caminando por aquellas calles centelleantes luciendo un aspecto cuanto menos poco glamouroso. No es que Tokio fuera una ciudad conocida precisamente por su conservadurismo estético ni la sobriedad en la vestimenta de los jóvenes, sino más bien por un «todo vale» personal llevado tan lejos que para muchos extranjeros rayaba lo absurdo. Para ella, la comodidad solía anteponerse al compromiso social, y en ocasiones como esa, también la virtud de la discreción. Yumeko vestía así unas mallas oscuras hasta los tobillos horriblemente combinadas con unas zapatillas de deporte, que arrastraba ruidosamente por la acera humedecida bajo una llovizna que, si hacía mucho o poco que llevaba cayendo, no era competencia suya determinar. Sobre toda su humilde indumentaria la cubría un abrigo de imitación, de lana marrón y largo hasta las rodillas, dotado de una capucha que con inseguridad se retiró de la cabellera tan pronto como se hubo reunido con su contacto.
–¡Vaya! ¡Mira quién ha venido a verme! –exclamó el tipo mientras hacía una discreta reverencia con la cabeza, recibiéndola en un rincón apartado de la calle. El hombre vestía unas desgastadas zapatillas deportivas blancas y un pantalón vaquero, y se servía de un chubasquero plástico de tonos verdes y azules para combatir la precipitación, con su capucha firmemente amarrada alrededor de la cabeza. El tipo, de alrededor de treinta años y aires notorios de macarra, miró a la joven que acudía a él y lanzó al pavimento el cigarro que había estado fumando, demostrando con el gesto una extraordinaria insolencia. La joven, incómoda desde aún antes de encontrárselo, se había cuidado de no mirarlo a la cara ni hacer siquiera un saludo que pudiera vincularlo a él–. Supongo que vienes a recoger aquello, ¿cierto?
Yumeko asintió con la cabeza mientras oteaba las calles cercanas, dando un pequeño respingo al ver presenciarse un coche patrulla de la Policía. El vehículo se acercaba proveniente de Meiji Dori, y en su sigiloso avance, como depredador en busca de presa, torcía su camino hacia la calle en que se encontraban. Al ver la reacción de la chica, su contacto soltó media carcajada mientras aseguraba la hermeticidad del sobrecito de plástico que acababa de sacar de un bolsillo de la pechera de su chubasquero.
–¡Tranquila! –soltó con su tono ronco y relajado característico–. Están aquí para protegernos –añadió con ironía.
–Dese prisa –pronunció al fin ella.
Yumeko volvió a girar su vista atrás mientras la patrulla pasaba de largo y seguía su camino perdiéndose a paso lento, para luego devolverla rápidamente a los ojos del mercader en señal de impaciencia.
–Toma, amiga. –El tipo le entregó el sobre e hizo una especie de gesto amistoso con la cabeza.– Si hubiera algún problema, ya sabes dónde encontrarme.
–¿Cuánto le debo?
El hombre elevó la vista al cielo un momento, como si tratara de quitarle importancia a esa parte de la transacción.
–Mira, por ser tú… –dijo mientras admiraba las nubes del cielo nocturno, intensamente rosadas a causa del alumbrado de la ciudad– lo dejamos en once mil, ¿te parece?
La joven sacó del bolsillo derecho de su abrigo dos billetes de diez mil yenes y se los ofreció al tipo mientras, con una discreción exagerada, guardaba el paquete en el izquierdo.
–Oye, ¿qué es esto que me das? ¿Es que me has visto pinta de máquina expendedora? Si no me das el importe exacto, iré a rematar la noche con los nueve mil yenes del cambio –dijo riendo–. A ver, ¿no tienes nada más pequeño?
Yumeko no podía creérselo. ¿Cómo no iba a tener cambio, dedicándose a lo que se dedicaba? La muchacha revisó su bolsillo, y le indicó que no tenía nada aparte de eso.
–Venga, diez mil está bien –dijo en un sorpresivo arranque de generosidad–. Y para la próxima me debes una –añadió guiñándole un ojo, debía interpretarse que amistosamente.
Yumeko le dio uno de los billetes, y se guardó el otro de nuevo en el bolsillo.
–¡Muy bien! –Yumeko se había vuelto a encapuchar y ya hacía ademán de marcharse, cuando él le dedicaba una reverencia escasamente elaborada, resistiéndose a dejarla ir sin despedirse.– ¡Buenas noches, Lady Aomoto!
La chica volvió por donde había venido sin dirigirle la palabra. Jamás admitiría cuánto le fascinaba ese título que se había ganado en su corta pero lamentable experiencia como cliente de ese canalla. «Lady Aomoto»
Realmente no hacía frío aquella noche. Apenas pasaban de las nueve cuando se adentró en la barriada, caminando por aquellas calles centelleantes luciendo un aspecto cuanto menos poco glamouroso. No es que Tokio fuera una ciudad conocida precisamente por su conservadurismo estético ni la sobriedad en la vestimenta de los jóvenes, sino más bien por un «todo vale» personal llevado tan lejos que para muchos extranjeros rayaba lo absurdo. Para ella, la comodidad solía anteponerse al compromiso social, y en ocasiones como esa, también la virtud de la discreción. Yumeko vestía así unas mallas oscuras hasta los tobillos horriblemente combinadas con unas zapatillas de deporte, que arrastraba ruidosamente por la acera humedecida bajo una llovizna que, si hacía mucho o poco que llevaba cayendo, no era competencia suya determinar. Sobre toda su humilde indumentaria la cubría un abrigo de imitación, de lana marrón y largo hasta las rodillas, dotado de una capucha que con inseguridad se retiró de la cabellera tan pronto como se hubo reunido con su contacto.
–¡Vaya! ¡Mira quién ha venido a verme! –exclamó el tipo mientras hacía una discreta reverencia con la cabeza, recibiéndola en un rincón apartado de la calle. El hombre vestía unas desgastadas zapatillas deportivas blancas y un pantalón vaquero, y se servía de un chubasquero plástico de tonos verdes y azules para combatir la precipitación, con su capucha firmemente amarrada alrededor de la cabeza. El tipo, de alrededor de treinta años y aires notorios de macarra, miró a la joven que acudía a él y lanzó al pavimento el cigarro que había estado fumando, demostrando con el gesto una extraordinaria insolencia. La joven, incómoda desde aún antes de encontrárselo, se había cuidado de no mirarlo a la cara ni hacer siquiera un saludo que pudiera vincularlo a él–. Supongo que vienes a recoger aquello, ¿cierto?
Yumeko asintió con la cabeza mientras oteaba las calles cercanas, dando un pequeño respingo al ver presenciarse un coche patrulla de la Policía. El vehículo se acercaba proveniente de Meiji Dori, y en su sigiloso avance, como depredador en busca de presa, torcía su camino hacia la calle en que se encontraban. Al ver la reacción de la chica, su contacto soltó media carcajada mientras aseguraba la hermeticidad del sobrecito de plástico que acababa de sacar de un bolsillo de la pechera de su chubasquero.
–¡Tranquila! –soltó con su tono ronco y relajado característico–. Están aquí para protegernos –añadió con ironía.
–Dese prisa –pronunció al fin ella.
Yumeko volvió a girar su vista atrás mientras la patrulla pasaba de largo y seguía su camino perdiéndose a paso lento, para luego devolverla rápidamente a los ojos del mercader en señal de impaciencia.
–Toma, amiga. –El tipo le entregó el sobre e hizo una especie de gesto amistoso con la cabeza.– Si hubiera algún problema, ya sabes dónde encontrarme.
–¿Cuánto le debo?
El hombre elevó la vista al cielo un momento, como si tratara de quitarle importancia a esa parte de la transacción.
–Mira, por ser tú… –dijo mientras admiraba las nubes del cielo nocturno, intensamente rosadas a causa del alumbrado de la ciudad– lo dejamos en once mil, ¿te parece?
La joven sacó del bolsillo derecho de su abrigo dos billetes de diez mil yenes y se los ofreció al tipo mientras, con una discreción exagerada, guardaba el paquete en el izquierdo.
–Oye, ¿qué es esto que me das? ¿Es que me has visto pinta de máquina expendedora? Si no me das el importe exacto, iré a rematar la noche con los nueve mil yenes del cambio –dijo riendo–. A ver, ¿no tienes nada más pequeño?
Yumeko no podía creérselo. ¿Cómo no iba a tener cambio, dedicándose a lo que se dedicaba? La muchacha revisó su bolsillo, y le indicó que no tenía nada aparte de eso.
–Venga, diez mil está bien –dijo en un sorpresivo arranque de generosidad–. Y para la próxima me debes una –añadió guiñándole un ojo, debía interpretarse que amistosamente.
Yumeko le dio uno de los billetes, y se guardó el otro de nuevo en el bolsillo.
–¡Muy bien! –Yumeko se había vuelto a encapuchar y ya hacía ademán de marcharse, cuando él le dedicaba una reverencia escasamente elaborada, resistiéndose a dejarla ir sin despedirse.– ¡Buenas noches, Lady Aomoto!
La chica volvió por donde había venido sin dirigirle la palabra. Jamás admitiría cuánto le fascinaba ese título que se había ganado en su corta pero lamentable experiencia como cliente de ese canalla. «Lady Aomoto»
Oculto:
Avanzando por la calle, Yumeko pudo contar seis prostíbulos antes de llegar a Yasukuni Dori, cuyos carteles luminosos se confundían con los del resto de negocios colgando de las fachadas de los edificios. Al pasar junto a la entrada de uno de los locales, se fijó en un grupo de hombres que accedían a él, portando impecables peinados y enfundados en trajes de ejecutivo. Inmersa en sus pensamientos, la joven se hallaba a punto de alcanzar la popular avenida de Yasukuni cuando un silbido llamó su atención desde mitad de la calle.
–¡Eh, perdona!
Yumeko alzó la mirada casi inconscientemente para buscar el origen de aquel reclamo, descubriendo con sorpresa que, entre la cantidad de gente que recorría aquel callejón, un tipo se dirigía indudablemente hacia ella atravesando la calle, corriendo con las manos metidas en los bolsillos del pantalón de una forma que resultaba un tanto ridícula. La joven se quedó parada mirándolo a medida que se aproximaba, con las manos resguardadas en los anchos bolsillos de su abrigo y su nariz apenas asomándole bajo la capucha. Era un tipo joven, de su edad o poco más, vistiendo ropa informal y con aspecto de estudiante. No podía imaginar qué sería lo que querría de ella, aunque algo le decía que vendría a pedirle cualquier cosa menos una dirección o la hora.
Aún con eso, lo que el chico le dijo consiguió sorprenderla desprevenida.
–¿Te gustaría tomar el té conmigo? –le soltó cuando estuvo a un metro de ella, esbozando una sonrisa de oreja a oreja.
La mente de Yumeko bloqueó al momento cualquier discernimiento que pudiera hacerse de esas palabras.
–¿Perdona? –dijo arqueando una ceja.
El tipo soltó una risotada y después explicó:
–Digo si te apetece venir por aquí conmigo a tomar un té, o lo que sea. Yo te invito.
Debía haberlo imaginado. Un nanpashi. Uno de tantos jóvenes en plena revolución hormonal con los que cualquier veinteañera fácilmente podía tropezarse en zonas como aquella de la ciudad. La oferta de tomar el té debía interpretarse como su voluntad de acabar la noche con ella en la cama de algún hotel del amor de los que abundaban en el distrito. Yumeko le miró furtivamente a los ojos y sintió una pequeña náusea al imaginarse la escena.
–Discúlpame… me parece que andas confundido conmigo.
Yumeko sabía que, por regla general, aquellos muchachos eran inofensivos: críos normales a los que les faltaba una dosis de madurez que tarde o temprano les acababa llegando. Se limitaban a ir probando suerte de chica en chica, hasta que alguna caía en su telaraña; tenía varios conocidos practicantes de nanpa que no tenían problemas para reconocer sus logros ante los amigos. A decir verdad, a aquel tipo se le veía demasiado crecidito para andar haciendo esas tonterías, pero prefirió no darle más cancha y seguir caminando como si nada hubiera pasado. Él, por contra, creyó que era buena idea seguirla.
–Oh, vamos, no sé qué habrás pensado. ¡No te voy a morder! –Rió.– Pero cuando uno ve a una chica tan bonita como tú, no puede simplemente quedarse de brazos cruzados.
Aquel chico ya empezaba a resultarle molesto. Tras más de una docena de metros andados continuaba pegado a ella.
–¿Es que tienes novio? Si es eso, lo entiendo, ¡pero no te he propuesto nada indecente!
Todavía –pensó Yumeko.
Llegados a ese punto, el rostro de Yumeko transformó su expresión de forma drástica. No quería perder la educación, pero si ese tío no captaba el mensaje, tendría que hacérselo llegar con claridad.
–Escucha, no te conozco, ni me gustas, ni me pareces atractivo ni simpático, y tampoco creo que tengas una pizca de gracia. Además, no tengo interés en dejarme camelar por ningún crío inmaduro que se dedica a engancharse como una sanguijuela a cualquier trozo de carne con que se cruza. Creo que será mejor que te alejes de mí cuanto antes, si no quieres que alerte a la Policía de que me estás molestando.
Yumeko se sentía hipócrita apelando a las fuerzas del orden, pero parecía que la regañina había surtido efecto. Cuando se puso de nuevo en camino, el muchacho al fin desistió y dejó de seguirla. Al menos eso pareció, tan solo por un momento.
–¡Oye! Si no te va bien que quedemos ahora, por lo menos podrías darme tu número de teléfono. –¿Estaba oyendo bien?– ¡Eh! ¿Me oyes?
El tipo se abalanzó de pronto sobre ella agarrándola del hombro, a lo que la joven respondió sacudiéndose y gritando sin reparos para exigirle que la soltara. Yumeko notó cómo, a su alrededor, los discretos transeúntes miraban de reojo la escena sin detenerse. El chico hizo lo propio, y con más pena que vergüenza se cruzó de hombros resignado.
–¡Como quieras, petarda!
Indignadísima, Yumeko emitió entre dientes un sonido similar a una arcada mientras veía al sujeto alejarse, y en seguida se volvió para reemprender el largo y tortuoso camino a casa.
Tras el incidente, la joven llegó al fin a Yasukuni Dori. Parecía mentira cómo en pocos pasos la sordidez del lugar del que provenía podía dar paso a un paraje tan esplendoroso, de aquella avenida con su calzada y sus aceras atestadas, e infinidad de edificios recubiertos en todo lo ancho y alto de sus fachadas de coloridos neones y pantallas deslumbrantes que creaban aquel abrumador ambiente urbano. Al fondo de la avenida relucía sobre la noche el colosal frente de rascacielos de Nishi-Shinjuku, entre ellos la moderna y llamativa torre de Mode Gakuen, o el Tochō, suntuosa sede del Gobierno Metropolitano. Mas todo aquel torrente de luz y sonido cegaba y ensordecía a quien se sumergía en él, impidiendo a Yumeko, por ejemplo, sentir el agradable sonido de la lluvia –¿más intensa que antes?– traqueteando sobre cada centímetro cuadrado de paraguas y mobiliario, o el rumor lejano de unos pocos truenos cuyos relámpagos quedaban también opacados por el ajetreo artificial de la ciudad. Tampoco permitía la noche a Yumeko admirar el sagrado monte Fuji, que sin embargo sabía emplazado en algún lugar sobre el horizonte en la dirección en que avanzaba, erguido solemne por encima de la cordillera de rascacielos.
Las prostitutas causaban a Yumeko una especie de lástima. Una compasión que por desgracia debía reservar también para alguna de sus antiguas amigas, ex compañeras de clase o de andanzas durante su tierna y ya borrosa adolescencia, que habían sucumbido al oficio ya fuera por vocación o por necesidad, forzadas al encontrarse en condiciones de integridad familiar y económica prácticamente nulas. Mientras la mayoría de sus viejos conocidos, perseguidores del sueño japonés, habían alcanzado el éxito académico y por entonces tenían un porvenir profesional prometedor, a unos pocos como ella la vida no se lo había puesto tan fácil, ya fuera por culpa de la familia, del devenir, o de ellos mismos. Yumeko tenía más de una amiga, con la que para entonces no guardaba ya apenas contacto, que había tenido que verse ofreciendo su cuerpo para los burdos negocios administrados por las mafias. En cualquier caso era algo que ellas habían elegido, pero Yumeko se temía que no fuera por las razones adecuadas, aunque tampoco se sentía autorizada para juzgarlas. En cualquier caso, no dejaba de hacérsele repulsivo aquel submundo, oculto y roñoso, que le había tocado conocer ya desde pequeña, y del que se había pasado los últimos años de vida decidida a huir a cualquier coste; un empeño que, a sus veintiún años, le había permitido conseguir un trabajo decente con el que valerse en una tienda. Viéndose por entonces a sí misma no parecía al fin y al cabo cosa tan difícil: solo cuestión de voluntad, de luchar contra la adversidad día tras día.
Mas, sin embargo, ahí se encontraba ella, portando unos miligramos de polvo de hadas en el abrigo, sintiéndose sucia hasta el punto en que todo aquel esforzarse le parecía estar resultando en vano.
Aún en Yasukuni Dori, donde fuera que mirase, miles de figuras humanas emparaguadas se cruzaban unas con otras en todas las direcciones, en la medida en que las anchas aceras y los pasos de peatones se lo permitían. En pocos minutos llegó al final de la avenida. Desde ese punto, yendo a mano izquierda se encontraba la gran Estación de Shinjuku, pero a pesar de que Yumeko debía tomar el metro, no era hacia allí a donde se dirigía. La joven torció su camino a la derecha antes de alcanzar las elevadas vías del tren, y avanzó ciento cincuenta metros por una calle infinitamente más tranquila que la anterior hasta el acceso a la Estación de Seibu-Shinjuku, desde donde la línea circular Toei Ōedo del metro con suerte la llevaría a casa.
–¡Eh, perdona!
Yumeko alzó la mirada casi inconscientemente para buscar el origen de aquel reclamo, descubriendo con sorpresa que, entre la cantidad de gente que recorría aquel callejón, un tipo se dirigía indudablemente hacia ella atravesando la calle, corriendo con las manos metidas en los bolsillos del pantalón de una forma que resultaba un tanto ridícula. La joven se quedó parada mirándolo a medida que se aproximaba, con las manos resguardadas en los anchos bolsillos de su abrigo y su nariz apenas asomándole bajo la capucha. Era un tipo joven, de su edad o poco más, vistiendo ropa informal y con aspecto de estudiante. No podía imaginar qué sería lo que querría de ella, aunque algo le decía que vendría a pedirle cualquier cosa menos una dirección o la hora.
Aún con eso, lo que el chico le dijo consiguió sorprenderla desprevenida.
–¿Te gustaría tomar el té conmigo? –le soltó cuando estuvo a un metro de ella, esbozando una sonrisa de oreja a oreja.
La mente de Yumeko bloqueó al momento cualquier discernimiento que pudiera hacerse de esas palabras.
–¿Perdona? –dijo arqueando una ceja.
El tipo soltó una risotada y después explicó:
–Digo si te apetece venir por aquí conmigo a tomar un té, o lo que sea. Yo te invito.
Debía haberlo imaginado. Un nanpashi. Uno de tantos jóvenes en plena revolución hormonal con los que cualquier veinteañera fácilmente podía tropezarse en zonas como aquella de la ciudad. La oferta de tomar el té debía interpretarse como su voluntad de acabar la noche con ella en la cama de algún hotel del amor de los que abundaban en el distrito. Yumeko le miró furtivamente a los ojos y sintió una pequeña náusea al imaginarse la escena.
–Discúlpame… me parece que andas confundido conmigo.
Yumeko sabía que, por regla general, aquellos muchachos eran inofensivos: críos normales a los que les faltaba una dosis de madurez que tarde o temprano les acababa llegando. Se limitaban a ir probando suerte de chica en chica, hasta que alguna caía en su telaraña; tenía varios conocidos practicantes de nanpa que no tenían problemas para reconocer sus logros ante los amigos. A decir verdad, a aquel tipo se le veía demasiado crecidito para andar haciendo esas tonterías, pero prefirió no darle más cancha y seguir caminando como si nada hubiera pasado. Él, por contra, creyó que era buena idea seguirla.
–Oh, vamos, no sé qué habrás pensado. ¡No te voy a morder! –Rió.– Pero cuando uno ve a una chica tan bonita como tú, no puede simplemente quedarse de brazos cruzados.
Aquel chico ya empezaba a resultarle molesto. Tras más de una docena de metros andados continuaba pegado a ella.
–¿Es que tienes novio? Si es eso, lo entiendo, ¡pero no te he propuesto nada indecente!
Todavía –pensó Yumeko.
Llegados a ese punto, el rostro de Yumeko transformó su expresión de forma drástica. No quería perder la educación, pero si ese tío no captaba el mensaje, tendría que hacérselo llegar con claridad.
–Escucha, no te conozco, ni me gustas, ni me pareces atractivo ni simpático, y tampoco creo que tengas una pizca de gracia. Además, no tengo interés en dejarme camelar por ningún crío inmaduro que se dedica a engancharse como una sanguijuela a cualquier trozo de carne con que se cruza. Creo que será mejor que te alejes de mí cuanto antes, si no quieres que alerte a la Policía de que me estás molestando.
Yumeko se sentía hipócrita apelando a las fuerzas del orden, pero parecía que la regañina había surtido efecto. Cuando se puso de nuevo en camino, el muchacho al fin desistió y dejó de seguirla. Al menos eso pareció, tan solo por un momento.
–¡Oye! Si no te va bien que quedemos ahora, por lo menos podrías darme tu número de teléfono. –¿Estaba oyendo bien?– ¡Eh! ¿Me oyes?
El tipo se abalanzó de pronto sobre ella agarrándola del hombro, a lo que la joven respondió sacudiéndose y gritando sin reparos para exigirle que la soltara. Yumeko notó cómo, a su alrededor, los discretos transeúntes miraban de reojo la escena sin detenerse. El chico hizo lo propio, y con más pena que vergüenza se cruzó de hombros resignado.
–¡Como quieras, petarda!
Indignadísima, Yumeko emitió entre dientes un sonido similar a una arcada mientras veía al sujeto alejarse, y en seguida se volvió para reemprender el largo y tortuoso camino a casa.
Tras el incidente, la joven llegó al fin a Yasukuni Dori. Parecía mentira cómo en pocos pasos la sordidez del lugar del que provenía podía dar paso a un paraje tan esplendoroso, de aquella avenida con su calzada y sus aceras atestadas, e infinidad de edificios recubiertos en todo lo ancho y alto de sus fachadas de coloridos neones y pantallas deslumbrantes que creaban aquel abrumador ambiente urbano. Al fondo de la avenida relucía sobre la noche el colosal frente de rascacielos de Nishi-Shinjuku, entre ellos la moderna y llamativa torre de Mode Gakuen, o el Tochō, suntuosa sede del Gobierno Metropolitano. Mas todo aquel torrente de luz y sonido cegaba y ensordecía a quien se sumergía en él, impidiendo a Yumeko, por ejemplo, sentir el agradable sonido de la lluvia –¿más intensa que antes?– traqueteando sobre cada centímetro cuadrado de paraguas y mobiliario, o el rumor lejano de unos pocos truenos cuyos relámpagos quedaban también opacados por el ajetreo artificial de la ciudad. Tampoco permitía la noche a Yumeko admirar el sagrado monte Fuji, que sin embargo sabía emplazado en algún lugar sobre el horizonte en la dirección en que avanzaba, erguido solemne por encima de la cordillera de rascacielos.
Las prostitutas causaban a Yumeko una especie de lástima. Una compasión que por desgracia debía reservar también para alguna de sus antiguas amigas, ex compañeras de clase o de andanzas durante su tierna y ya borrosa adolescencia, que habían sucumbido al oficio ya fuera por vocación o por necesidad, forzadas al encontrarse en condiciones de integridad familiar y económica prácticamente nulas. Mientras la mayoría de sus viejos conocidos, perseguidores del sueño japonés, habían alcanzado el éxito académico y por entonces tenían un porvenir profesional prometedor, a unos pocos como ella la vida no se lo había puesto tan fácil, ya fuera por culpa de la familia, del devenir, o de ellos mismos. Yumeko tenía más de una amiga, con la que para entonces no guardaba ya apenas contacto, que había tenido que verse ofreciendo su cuerpo para los burdos negocios administrados por las mafias. En cualquier caso era algo que ellas habían elegido, pero Yumeko se temía que no fuera por las razones adecuadas, aunque tampoco se sentía autorizada para juzgarlas. En cualquier caso, no dejaba de hacérsele repulsivo aquel submundo, oculto y roñoso, que le había tocado conocer ya desde pequeña, y del que se había pasado los últimos años de vida decidida a huir a cualquier coste; un empeño que, a sus veintiún años, le había permitido conseguir un trabajo decente con el que valerse en una tienda. Viéndose por entonces a sí misma no parecía al fin y al cabo cosa tan difícil: solo cuestión de voluntad, de luchar contra la adversidad día tras día.
Mas, sin embargo, ahí se encontraba ella, portando unos miligramos de polvo de hadas en el abrigo, sintiéndose sucia hasta el punto en que todo aquel esforzarse le parecía estar resultando en vano.
Aún en Yasukuni Dori, donde fuera que mirase, miles de figuras humanas emparaguadas se cruzaban unas con otras en todas las direcciones, en la medida en que las anchas aceras y los pasos de peatones se lo permitían. En pocos minutos llegó al final de la avenida. Desde ese punto, yendo a mano izquierda se encontraba la gran Estación de Shinjuku, pero a pesar de que Yumeko debía tomar el metro, no era hacia allí a donde se dirigía. La joven torció su camino a la derecha antes de alcanzar las elevadas vías del tren, y avanzó ciento cincuenta metros por una calle infinitamente más tranquila que la anterior hasta el acceso a la Estación de Seibu-Shinjuku, desde donde la línea circular Toei Ōedo del metro con suerte la llevaría a casa.
Oculto:
Yumeko apenas había cerrado la puerta tras de sí cuando una voz ya la recibía desde el salón de la vivienda.
–¡Yumeko! ¿Ya estás de vuelta?
La joven colgó junto a la entrada primero las llaves y después su abrigo, que no había llegado a calarse. De los bolsillos extrajo los diez mil yenes que le habían sobrado, así como el objeto de su paseo. Se descalzó, abrió la puerta acristalada del recibidor, y encontró a su padre acomodado en un sillón, en camiseta de tirantes y bebiendo cerveza barata de una lata mientras en el televisor daban las noticias. –¿Es que hoy no hacen nada que le guste?– Únicamente iluminada por la luz de la pantalla, la sala se presentaba inmersa en tinieblas.
–¿Ha ido bien?
–Sí… –contestó su hija, sosteniendo la mercancía en una mano.
–Ahí, déjamelo ahí, ¿quieres? –El hombre se incorporó ligeramente en el asiento y señaló con su dedo la mesita que se hallaba a su frente.
Yumeko buscó un espacio entre todos los objetos que ocupaban la desordenada mesa, y se inclinó para dejar caer el paquete y el billete en él.
–Gracias, cariño. Dime, ¿cuánto ha costado? –Dio un trago.
Yumeko se debatió entre explicarle o no lo de los once mil yenes y el contratiempo con el cambio.
–Diez mil –dijo mientras se quitaba el jersey gris y blanco de lana con que había salido, quedándose solo cubierta con una camiseta blanca de tirantes que remarcaba las curvas de su torso–. Me ha hecho un descuento.
–¿Un descuento? ¡Diez mil pavos! ¿A eso lo llamas tú descuento? –El cincuentón desaliñado se removió en su butaca refunfuñando.– En fin, tú no tienes la culpa; tendría que haber ido yo mismo. La próxima vez que lo vea le voy a cantar las cuarenta a ese Takeshi… ¡Será malnacido!
Yumeko aún no se había desenrollado el jersey de las muñecas cuando, de manera extraordinaria, ambos parientes se pusieron de acuerdo para guardar silencio y parar su atención en el televisor a la vez.
–Pasamos ahora a retomar la noticia que ya les adelantábamos hace unos minutos, al inicio del informativo.
» Al término de una semana de aquella terrible tragedia que continúa consternando al mundo entero: la devastación completa de la ciudad estadounidense de Raccoon, el Gobierno de los Estados Unidos ha hecho público un informe de más de diez mil páginas que vendría a probar la tesis del fallo en el reactor nuclear de la central Arklay II, echando por tierra las gravísimas acusaciones lanzadas contra la farmacéutica Umbrella dos días después del terrible accidente. –El presentador del noticiero dejó paso a unas imágenes de archivo de la central nuclear mencionada.–
» Según el informe, la fusión y consecuente explosión del núcleo del reactor se habría producido en tan poco tiempo que imposibilitó cualquier medida de respuesta para proteger a la población civil. El Presidente de la Comisión Reguladora Nuclear de Estados Unidos ha presentado esta mañana su dimisión, mientras que el Presidente de la Nación ha asegurado en rueda de prensa que se va a hacer todo lo posible por depurar responsabilidades y mejorar la seguridad nuclear del país. Por otra parte, el Director General de la OMS ha pedido disculpas a la corporación Umbrella por los inconvenientes causados por el terrible malentendido.
El director apareció en pantalla, aludiendo en rueda de prensa a «la inacabable serie de aportaciones de la investigación de Umbrella que han contribuido a mejorar la salud y la calidad de vida de personas de todo el mundo».
–El polémico reportaje –continuó el presentador, mientras se exhibían unas inquietantes imágenes de una ciudad sumida en el caos–, que fue entregado anónimamente a los medios de comunicación y muestra un siniestro escenario de auténtica guerra biológica, se trataría, por tanto, de un sofisticadísimo engaño orquestado para dinamitar la imagen de la famosa farmacéutica. Según fuentes del Gobierno de los Estados Unidos, dos de los actores que aparecen en el vídeo ya han sido identificados. Se trata de Jill Valentine y Carlos Olivera, quienes se cree que podrían haber escapado del país y sobre los que pesa ya una orden internacional de arresto.
–¡Les está bien empleado a estos hijos de perra! –sentenció el viejo, rompiendo la expectación en la sala–. Un accidente nuclear. ¡Más japoneses murieron en Hiroshima y Nagasaki! ¡Se lo pueden comer con doble de bacon si quieren; a mí no me da ninguna pena!
Molesta ante semejante necedad, Yumeko optó por escabullirse de la sala silenciosamente.
–¡Oye, Yumeko! –gritó su padre de espaldas a la joven cuando ésta se encontraba a punto de alcanzar su habitación–. ¿Sabes algo de tu madre?
La chica se quedó unos segundos pensativa, parada en el umbral de la puerta.
–Pues… no. –Trató de situarse en el tiempo. Era jueves.– ¿Hoy no tenía que irse a…?
–Ah, calla, calla –la interrumpió el viejo arrugando la cara y agitando la mano como si tratara de espantar moscas–. Ni me lo menciones. No sé qué le pasa a esta mujer últimamente, pero no parece la misma desde que empezó a ir a la iglesia aquella… Empieza a preocuparme, ¿sabes? –dijo como si de verdad hubiera algo en el mundo que a él le preocupara.
Yumeko no tuvo nada que comentar al respecto, ni quería seguir oyendo remugar a su padre, así que sin más encendió la luz de su habitación entrando por fin en ella. El dormitorio era una sala estrecha: a un lado se encontraban un armario y su cama, bajo un puente de estantes de madera conglomerada, y al otro lado, su escritorio, con un viejo ordenador, un cubo de Rubik no menos antiguo que nunca había resuelto, y pocas más cosas útiles encima: hacía años que había dejado de utilizar la mesa para estudiar, y ni siquiera antes le había dado demasiado uso. Aquellos pocos objetos ocupaban prácticamente todo el espacio útil del cuarto, pero aún así dejaban sitio más que suficiente para ella, y por supuesto para su gata.
–¡Hola, Kira! –El animal yacía tranquilamente enroscado sobre la manta de la cama, y había erguido la cabeza para acechar a Yumeko en cuanto la oyó entrar. Su dueña le rascó la cabeza a modo de saludo.
Yumeko dejó caer su jersey en la cama y se dirigió de inmediato a abrir la ventana de la habitación; el ambiente dentro de la casa era de auténtico bochorno esa noche. Se recostó apoyándose en el alféizar, humedeciéndose gratamente los brazos en el acto. La brisa de aire fresco cargada con el ligero aroma de barro que traía la lluvia la ayudó a sentirse algo menos agobiada; aquel agradable traqueteo resultaba una sinfonía para su oído.
Permaneció un tiempo observando la tranquila estampa nocturna del río Sumida, mientras recordaba la cita que había tenido con su amiga Umi hacía unas horas. Le había traído un souvenir de la Torre de Pisa de su crucero por el mar Mediterráneo. «¡Barcelona es preciosa, Yume-chan! ¡Que me maten si la Sagrada Familia no es el edificio más impresionante que he visitado en mi vida!» Tomándola de las manos, le había prometido entusiasmada que algún día viajarían a Europa juntas.
Tras reflexionar unos minutos, volvió a adentrarse en la habitación y abrió su armario, tomando algo de ropa limpia y ligera para pasar la noche. Después regresó al salón y caminó hacia el baño sin prestar atención a la pantalla del televisor, donde daban el habitual informe de fallecidos en accidentes de tráfico. Le sentaría bien darse un baño antes de cenar y acostarse.
–¡Yumeko! ¿Ya estás de vuelta?
La joven colgó junto a la entrada primero las llaves y después su abrigo, que no había llegado a calarse. De los bolsillos extrajo los diez mil yenes que le habían sobrado, así como el objeto de su paseo. Se descalzó, abrió la puerta acristalada del recibidor, y encontró a su padre acomodado en un sillón, en camiseta de tirantes y bebiendo cerveza barata de una lata mientras en el televisor daban las noticias. –¿Es que hoy no hacen nada que le guste?– Únicamente iluminada por la luz de la pantalla, la sala se presentaba inmersa en tinieblas.
–¿Ha ido bien?
–Sí… –contestó su hija, sosteniendo la mercancía en una mano.
–Ahí, déjamelo ahí, ¿quieres? –El hombre se incorporó ligeramente en el asiento y señaló con su dedo la mesita que se hallaba a su frente.
Yumeko buscó un espacio entre todos los objetos que ocupaban la desordenada mesa, y se inclinó para dejar caer el paquete y el billete en él.
–Gracias, cariño. Dime, ¿cuánto ha costado? –Dio un trago.
Yumeko se debatió entre explicarle o no lo de los once mil yenes y el contratiempo con el cambio.
–Diez mil –dijo mientras se quitaba el jersey gris y blanco de lana con que había salido, quedándose solo cubierta con una camiseta blanca de tirantes que remarcaba las curvas de su torso–. Me ha hecho un descuento.
–¿Un descuento? ¡Diez mil pavos! ¿A eso lo llamas tú descuento? –El cincuentón desaliñado se removió en su butaca refunfuñando.– En fin, tú no tienes la culpa; tendría que haber ido yo mismo. La próxima vez que lo vea le voy a cantar las cuarenta a ese Takeshi… ¡Será malnacido!
Yumeko aún no se había desenrollado el jersey de las muñecas cuando, de manera extraordinaria, ambos parientes se pusieron de acuerdo para guardar silencio y parar su atención en el televisor a la vez.
–Pasamos ahora a retomar la noticia que ya les adelantábamos hace unos minutos, al inicio del informativo.
» Al término de una semana de aquella terrible tragedia que continúa consternando al mundo entero: la devastación completa de la ciudad estadounidense de Raccoon, el Gobierno de los Estados Unidos ha hecho público un informe de más de diez mil páginas que vendría a probar la tesis del fallo en el reactor nuclear de la central Arklay II, echando por tierra las gravísimas acusaciones lanzadas contra la farmacéutica Umbrella dos días después del terrible accidente. –El presentador del noticiero dejó paso a unas imágenes de archivo de la central nuclear mencionada.–
» Según el informe, la fusión y consecuente explosión del núcleo del reactor se habría producido en tan poco tiempo que imposibilitó cualquier medida de respuesta para proteger a la población civil. El Presidente de la Comisión Reguladora Nuclear de Estados Unidos ha presentado esta mañana su dimisión, mientras que el Presidente de la Nación ha asegurado en rueda de prensa que se va a hacer todo lo posible por depurar responsabilidades y mejorar la seguridad nuclear del país. Por otra parte, el Director General de la OMS ha pedido disculpas a la corporación Umbrella por los inconvenientes causados por el terrible malentendido.
El director apareció en pantalla, aludiendo en rueda de prensa a «la inacabable serie de aportaciones de la investigación de Umbrella que han contribuido a mejorar la salud y la calidad de vida de personas de todo el mundo».
–El polémico reportaje –continuó el presentador, mientras se exhibían unas inquietantes imágenes de una ciudad sumida en el caos–, que fue entregado anónimamente a los medios de comunicación y muestra un siniestro escenario de auténtica guerra biológica, se trataría, por tanto, de un sofisticadísimo engaño orquestado para dinamitar la imagen de la famosa farmacéutica. Según fuentes del Gobierno de los Estados Unidos, dos de los actores que aparecen en el vídeo ya han sido identificados. Se trata de Jill Valentine y Carlos Olivera, quienes se cree que podrían haber escapado del país y sobre los que pesa ya una orden internacional de arresto.
–¡Les está bien empleado a estos hijos de perra! –sentenció el viejo, rompiendo la expectación en la sala–. Un accidente nuclear. ¡Más japoneses murieron en Hiroshima y Nagasaki! ¡Se lo pueden comer con doble de bacon si quieren; a mí no me da ninguna pena!
Molesta ante semejante necedad, Yumeko optó por escabullirse de la sala silenciosamente.
–¡Oye, Yumeko! –gritó su padre de espaldas a la joven cuando ésta se encontraba a punto de alcanzar su habitación–. ¿Sabes algo de tu madre?
La chica se quedó unos segundos pensativa, parada en el umbral de la puerta.
–Pues… no. –Trató de situarse en el tiempo. Era jueves.– ¿Hoy no tenía que irse a…?
–Ah, calla, calla –la interrumpió el viejo arrugando la cara y agitando la mano como si tratara de espantar moscas–. Ni me lo menciones. No sé qué le pasa a esta mujer últimamente, pero no parece la misma desde que empezó a ir a la iglesia aquella… Empieza a preocuparme, ¿sabes? –dijo como si de verdad hubiera algo en el mundo que a él le preocupara.
Yumeko no tuvo nada que comentar al respecto, ni quería seguir oyendo remugar a su padre, así que sin más encendió la luz de su habitación entrando por fin en ella. El dormitorio era una sala estrecha: a un lado se encontraban un armario y su cama, bajo un puente de estantes de madera conglomerada, y al otro lado, su escritorio, con un viejo ordenador, un cubo de Rubik no menos antiguo que nunca había resuelto, y pocas más cosas útiles encima: hacía años que había dejado de utilizar la mesa para estudiar, y ni siquiera antes le había dado demasiado uso. Aquellos pocos objetos ocupaban prácticamente todo el espacio útil del cuarto, pero aún así dejaban sitio más que suficiente para ella, y por supuesto para su gata.
–¡Hola, Kira! –El animal yacía tranquilamente enroscado sobre la manta de la cama, y había erguido la cabeza para acechar a Yumeko en cuanto la oyó entrar. Su dueña le rascó la cabeza a modo de saludo.
Yumeko dejó caer su jersey en la cama y se dirigió de inmediato a abrir la ventana de la habitación; el ambiente dentro de la casa era de auténtico bochorno esa noche. Se recostó apoyándose en el alféizar, humedeciéndose gratamente los brazos en el acto. La brisa de aire fresco cargada con el ligero aroma de barro que traía la lluvia la ayudó a sentirse algo menos agobiada; aquel agradable traqueteo resultaba una sinfonía para su oído.
Permaneció un tiempo observando la tranquila estampa nocturna del río Sumida, mientras recordaba la cita que había tenido con su amiga Umi hacía unas horas. Le había traído un souvenir de la Torre de Pisa de su crucero por el mar Mediterráneo. «¡Barcelona es preciosa, Yume-chan! ¡Que me maten si la Sagrada Familia no es el edificio más impresionante que he visitado en mi vida!» Tomándola de las manos, le había prometido entusiasmada que algún día viajarían a Europa juntas.
Tras reflexionar unos minutos, volvió a adentrarse en la habitación y abrió su armario, tomando algo de ropa limpia y ligera para pasar la noche. Después regresó al salón y caminó hacia el baño sin prestar atención a la pantalla del televisor, donde daban el habitual informe de fallecidos en accidentes de tráfico. Le sentaría bien darse un baño antes de cenar y acostarse.