Mi nombre es MFG, y soy un ciudadano de Coruscant. (La segunda
c equivale a una
ç, de modo que, por favor, pronúnciese /'koɾusan/.)
Desperté aquel día como cualquier otro en mi hogar, donde residía en soledad disfrutando de las bondades de la soltería. El lugar era un pequeño apartamento situado en la planta 1123 de un complejo residencial; poca cosa, pero todo lo que podía permitirme con mi sueldo de funcionario. Algunos atardeceres, desde la pequeña terraza de mi casa, me gustaba despejarme contemplando el cielo, y fantasear con adquirir una villa en alguna de esas urbanizaciones tan valoradas, donde se podía relajar uno después de pasar un día inmerso en la superpoblación de aquella ecumenópolis.
Pero eso de momento solo eran sueños. Por lo pronto, debía prepararme para un día más de trabajo en las oficinas de la Administración del Sistema —antes República de Coruscant, ahora bajo la administración directa del Imperio Galáctico—. Si me preguntan con qué no estoy de acuerdo de las reformas efectuadas por el nuevo régimen, la principal de todas es sin lugar a dudas el cambio del nombre oficial de mi sistema. A la República Galáctica no le molestaba tener una capital llamada Coruscant. ¿Por qué el Emperador ha tenido que incurrir en la horterada de renombrarnos su
Centro Imperial? Me da igual. Para mí, mi planeta seguirá siempre siendo Coruscant, aunque no podía nombrarlo así en los documentos oficiales, claro.
Salí tomando un aerotaxi directamente desde la plataforma de servicio del edificio. El cielo, surcado por hileras inacabables de vehículos, era tan azul como siempre, continuamente purificado por cientos de miles de depuradoras distribuidas por todo el planeta. Lo primero que la gente suele preguntarme cuando salgo de vacaciones —bueno, cuando podía hacerlo, entre conflicto y conflicto—, es cómo es el clima de Coruscant. Coruscant no tiene clima. Veinticinco grados de máxima, doce de mínima, así casi todos los días del año. La absoluta homogeneidad de su geografía urbana, unida a la inexistencia de períodos estacionales, hace que para Coruscant fenómenos tan extraños como la lluvia, las tormentas o los anticiclones sean conceptos alienígenas. Si quieres ver correr agua, abres el grifo. Si quieres ponerte un jerséi, regulas el aire acondicionado. Si quieres hacer descenso de piragua, acudes al parque acuático. Y si quieres practicar escalada, subes andando a la última planta de tu edificio. En un planeta como éste, "natural" es solo una palabra que puede leerse en los centros comerciales, junto a los puestos de fruta importada de planetas exóticos. Porque, sí, todo lo que aquí se come, quema o construye es reciclado, o importado de cualquier parte de la Galaxia; hace milenios que los recursos de este planeta desaparecieron bajo una kilométrica capa de construcciones sobre construcciones. (Si me preguntan, el paraíso.)
Pronto pude vislumbrar la enorme Estación Central del distrito en que vivía. El planeta entero funcionaba como una sola metrópolis, de modo que los desplazamientos de un extremo a otro del orbe eran algo cotidiano para sus residentes. Para ello, el uso de transbordadores aeroespaciales era en extremo ineficiente, y causa de una inasumible saturación del tráfico. Como algún sabio pensó alguna vez —de aquellos de verdad, los de bata y telescopio, no los mamarrachos de túnica y espada láser—, el camino más corto entre dos puntos es la línea recta; por eso se había inventado el Túnel Terrestre. El Túnel Terrestre es un concepto simple, aunque de una descomunal complejidad técnica, que había hecho imposible construirlo hasta la fecha en muchos otros planetas aparte de Coruscant. ¿Qué sucedería si construyeras un agujero en línea recta que atravesara de un lado a otro un planeta, y te lanzaras adentro? La gravedad te aceleraría hasta llegar a la mitad del camino, y te frenaría el resto del trayecto para llegar al otro extremo con velocidad nula. Basándose en este principio, el interior de Coruscant albergaba una colosal red de túneles que conectaba todos los principales distritos de la ciudad. Cada trayecto duraba irremediablemente 42 minutos, con independencia de la distancia recorrida o el ángulo con que el túnel penetraba en el planeta; caprichos de la Física.
La Estación Central era un enorme edificio formado por una torre principal, con un gran puerto aeroespacial en la cumbre y al menos una docena de extremidades que salían de ella en diferentes ángulos hacia el suelo, los túneles de la red terrestre que apuntaban en línea recta a otras estaciones del planeta. Cuando aterricé en la subestación de aerotaxis, me dirigí rápidamente a la terminal del Túnel Terrestre. Toda la estación estaba repleta de soldados imperiales, los cuales interrogaban a los pasajeros, los escaneaban y abrían sus equipajes en busca de amenazas y fugitivos perseguidos por el régimen, la mayoría miembros del incipiente entramado terrorista autodenominado
Alianza Rebelde. Las medidas de seguridad se habían incrementado muchísimo desde la instauración del Imperio Galáctico, algo que sin lugar a dudas era necesario, pero por desgracia apenas lograba compensar la escalada de violencia e insubordinación que crecía en toda la Galaxia. Ya se habían cometido algunos atentados en Coruscant, incluyendo el asesinato de varios senadores abiertamente contrarios al régimen, todo para inculpar al Imperio y tratar de desestabilizarlo. Por supuesto, el voraz incendio de caos y corrupción que había encendido en sus últimos días la moribunda República no era algo que fuera a extinguirse de un día para otro, y el Imperio hacía lo necesario al respecto actuando de forma implacable. A menudo tenía acaloradas discusiones políticas con compañeros y familiares a razón del puño de hierro que ejercía el Emperador mediante la fuerza de su engranaje militar, en detrimento de la voluntad de aquel "garante de la Democracia", el Senado. Solían decir que la libertad se iba a acabar en la Galaxia, que el nuevo régimen no hacía más que desmantelar todos los mecanismos democráticos que nos había costado tanto tiempo y sangre construir... Menudo pensamiento más trasnochado y ajeno a la realidad. Para mí, la verdadera libertad la proporcionaría un sistema dispuesto a luchar por el orden y el cumplimiento de las leyes, no uno que durante siglos se ha estado corrompiendo y dejando sucederse un conflicto tras otro en cada recodo del Universo civilizado.
Escogiendo bien mi camino, logré esquivar la mayor parte de los controles extraordinarios antes de llegar a la zona de embarque. Allí usé mi bono-túnel —tremendamente encarecido por las recientes subidas de impuestos— para tomar la línea hacia el Distrito Administrativo. El túnel estaba compuesto por varios subtúneles, de modo que en todo momento hubiera numerosos transportes yendo y viniendo al mismo timepo. Cada transporte consistía en una cadena de veinte enormes cápsulas, cada una con capacidad para más de cien pasajeros sentados. En cuanto llegué, encontré como siempre uno de los transportes estacionado y embarcando, de modo que corrí hacia él y solo alcancé a entrar en el último de los vagones, donde no tuve más remedio que quedarme en pie agarrado a una asa, enlatado como una sardina entre un señor anciano y un gigante de no sabría decir qué especie; el pan de cada día. Las puertas enseguida se cerraron, y el convoy se desancló y comenzó a caer por aquel infinito túnel de vacío. El efecto de la gravedad artificial del vagón hacía que la caída se percibiera tan solo como una suave aceleración; de no ser por ella, los pasajeros flotaríamos en el interior como en una caída libre.
Pasado un tiempo, me había quedado medio adormecido observando las numerosas pantallas que se distribuían por todas las paredes de la cápsula, otrora mostrando anuncios comerciales, ahora solo propaganda del Imperio.
Por lo visto circulaban rumores de que habían sido avistados dos peligrosos rebeldes en Coruscant; tantas veces había visto sus rostros en las pantallas de edificios y plazas de la ciudad que los tenía marcados en las retinas. En un planeta con más de un billón de habitantes, si andaban por ahí campando alguien tendría que encontrarlos, lo contrario era virtualmente imposible. O los estaban ocultando en algún lugar, o hacía tiempo que se habían largado.
Levanté mi vista para observar un reloj que se hallaba en el techo: habían pasado unos treinta minutos, así que no faltaba mucho para llegar al Distrito Administrativo. En Coruscant, por cierto, no existen franjas horarias. El caos que supondría dividir la ciudad en regiones con distinto horario era innecesario, así que todo el planeta tomaba la hora del Palacio Imperial: cada día me acostaba a las 10 pm, cuando en mi distrito está amaneciendo, y me levantaba a las 6 am, cuando puedo ver nuestro sol cayendo hacia el ocaso. Porque, como puede deducirse de aquello que dije sobre las estaciones, la luz en Coruscant siempre dura doce horas, y la oscuridad otras doce. (Doce y doce veinticuatro, sí, como en la Tierra.)
Adivinad qué. Ahora llega el momento en que el día se tuerce y no consigo llegar a la oficina.
Sucedió como... no sé. Como un sueño, ¿no? Imagino que debe de ser parecido a la sensación que se tiene cuando te dan un culatazo en la cabeza y te quedas
groggy de repente; te arranca sin aviso de la vigilia y pasas a estar en un estado en que no tienes percepción de lo que te rodea... o sí, en realidad, solo que todo pasa muy despacio y te hace como gracia. La cápsula explotó, sin más, se desintegró cuando debía de andar viajando a unos cinco o seis kilómetros por segundo. Supongo que el estar siendo cañonizado por un túnel a velocidades de colisión meteorítica en medio de una explosión de propagación no dispersiva —todos entendemos que un túnel de diez mil quilómetros de largo y diez metros de diámetro puede aproximarse por una línea unidimensional—, algo debió de contribuir a que no me enterase de nada.
Recuerdo que tuve tiempo de pensar que la descompresión iba a matarme: primero me explotarían los ojos debido al glaucoma, y luego me herviría la sangre dentro de las venas. Mis jugos gástricos se expandirían hasta reventarme el estómago. No puedo evitar reírme cada vez que pienso que en aquel momento apreté los párpados muy fuerte, por si acaso.
¿Qué probabilidad hay de sobrevivir a aquello? ¿Una entre un millón? ¿Una entre un millón de millones? Bien, porque justo esa era la población de Coruscant, así que yo debí de ser el elegido. Solo sé que me encontré de pronto tendido en una plataforma técnica a un lado del túnel, bajo quién sabe cuántos millones de metros de roca. Como buenamente pude, me incorporé —sí, al menos estaba ensangrentado—, y vi una figura fantasmal poniéndose en pie a unos metros de mí, envuelta en una capa oscura que la cubría de arriba a abajo. ¿Era el anciano? ¿El mismo que estaba a mi lado en el vagón? ¿Qué magia había hecho para salir mejor parado que yo de aquello? El tipo, en un acto que aún hoy me deja perplejo, extendió el brazo hacia un lugar oscuro, y vi con mis propios ojos cómo de allí salió disparado un objeto alargado que cayó directamente en su mano. Entonces vi su rostro, y él vio el mío. Sus ojos me analizaron, y los míos lo escrutaron a él. Y no sé a qué conclusión llegaría él tras verme ahí tirado, pero yo sí. Aquel hombre no era un anciano; era el jedi que salía en todas las pantallas, aquel al que el Imperio estaba buscando en mi planeta. Imaginé de pronto su imagen, siendo emitida en ese momento en millones de monitores, ensamblados a enormes edificios de todo el globo. Pero no era sino ante mí que se encontraba el único, el auténtico.
Pero entonces, ¿qué había sucedido? ¿El Imperio había hecho explotar el tren, porque sabía que su fugitivo estaba dentro? ¿A costa de todos los demás ciudadanos? Imposible, había tenido que ser un atentado provocado por aquel sujeto, y quién sabe si el otro fugitivo, que no había corrido la misma suerte. Pero, ¿por qué iban a realizar una misión suicida? ¿Tal vez llevaban una bomba encima y les había explotado antes de tiempo? En ese caso, ¿cómo habían pasado los controles de la Armada Imperial? No sabía qué pensar; todo me parecía muy confuso. Lo único que sabía era que aquel era el primer incidente grave sucedido jamás en el Túnel Terrestre de Coruscant, y parecía demasiada casualidad que ese sujeto estuviera justamente abordo; tenía que estar implicado a la fuerza.
El jedi salió corriendo hacia una salida de la plataforma técnica, probablemente pensando en escapar del planeta. ¿Y qué podía hacer yo por detenerle? Ni idea, pero si algo tenía claro desde siempre, es que soy un ciudadano ejemplar, que cumple con la Autoridad y paga orgulloso sus impuestos. Iba a salir tras él, así me costara la vida.
Mi nombre es MFG. Soy un ciudadano de Coruscant.